Fue creciéndole musgo cubriendo
de verdosa capa las coyunturas, asfixiando cualquier partícula de movimiento existiera
acaso aún en las articulaciones de su alma. Se había hecho larga la espera,
roedora e interminable. Deseaba depositar en ella sus besos y sueños. Vamos, en
ella completa, incluyendo las células más allá de su cuerpo y sus alrededores, más
allá del engranaje del tiempo, más allá del ambiente medio donde caminaba y se movía,
más allá del viento que la rozara al lamerla con sus ondas frías o cálidas, más allá de la distancia y los
imposibles y de las cadenas sin nombre ni identidad que lo acorralaban. Quería
besarle los suspiros, la mirada, las fuentes, los puntos cardinales, los siete
mares y las maravillas del mundo, las angustias, los deseos y alguna que otra
fina estría le descubriera al recorrerla. Y no había aliados o cómplices entre
los astros del universo se alinearan… Y fue dándose cuenta también que el musgo
es bello, fértil y hospitalario con la humedad robada de cualquier raíz, pero
es mortal a la piel del árbol que se abraza.
Dora Elia.
16 de Abril 2017.
EE.UU.
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