Desperté una mañana;
mi corazón, que debía estar
tan atado al interior de mi pecho,
con todo tipo de cuerdas,
lianas, sogas, amarres y mecates,
estaba a un lado de mi cama
tirado en el suelo.
Al caer se había partido
en sus cuatro compartimentos,
una que otra ranura y algunas
despostilladas y abolladuras
por aquí y por allá.
Lo observé con cuidado
¡yo atónita, demudada
no sabía que hacer!;
si levantarlo
–no sabía cómo de por sí-
o no moverlo…
{tal vez lo pudiera todavía pegar}.
Sus dos atrios y el ventrículo derecho
tenían en su interior mil y una cosas…
lo usual digo, lo común,
las penas, las glorias,
los triunfos, los fracasos,
alegrías, tristezas,
decepciones, desengaños,
inseguridades, dudas,
y claro,
por diferentes lados aparecían
equilibradas locuras, o locas corduras,
no sé cómo catalogarlas o describirlas
Me llamó la atención muy seriamente
su ventrículo izquierdo…
el verbo, la acción,
el más vinculado con el existir,
portento de bombeo el suyo,
fuerza en su más pura construcción,
musculado como un caballo salvaje,
que nos sustenta y nos da la vida.
Yacía en sus adentros un charco de sangre,
formado ya en un vil, pobre coágulo.
Destilaban sus poros una fuerza misteriosa
¡pareciera respirar emociones!
De su interior sobresalían tres estructuras,
por demás extrañas.
Me acerqué con gran cautela
¡oh sorpresa la mía!
estaban abrazados muy juntitos
el amor, el odio y ésa pasión
tan editada e increíble que lo caracteriza.
Le dije;
corazón loco
¡cómo puede ser, estoy anonadada!
¡no es posible, quien jamás te lo creería!
Quien te dijo que eso se puede hacer ¡por favor!
Corazón loco…
estás rotundamente equivocado
¡no entiendo cómo puedes decir que amas
si tanto odias a la vez!