Me encajó sus ojos oscuros
como dos gotas de fuego escapadas de las piras de sus vendavales ardientes. Me penetraban
alucinantes electrizando mi dorsal, corriendo desde mis cervicales como manadas de
búfalos desenfrenados hasta mi cauda equina -que había dormitado por otoños-. Parecían
brincar rediles deseando de mi cuerpo su guarida, potrero para resguardar el desboco
de su corcel de sangre pura, estanque líquido donde abrevarse, panal para el enjambre
de sus besos. Parecían cantar, sin más sonido del que reflejaba un arco iris. Aquellos
ojos parecían respirar de soles profundos, parecían gritarme desde sus ansias
locas -te quiero, te quiero, tienes que ser mía-. Humedecí mis labios mordiendo
levemente mi inferior diciéndole -yo también muero por ser infinitamente tuya-.
Y la multitud remolinaba a nuestro alrededor… ¡Esa muchedumbre no entendía! Y
nos fue arrastrando. Nos perdimos. Allá a lo lejos, entre espaldas veía sus
ojos buscándome hacia atrás. Parecían gritarme ¡que no nos jale la ola vida mía,
estoy luchando, voy por ti, espérame! Y de estos ojos cansados de buscarlo escapó
una lágrima… Aquellos ojos siempre vienen a mi alma, como aquel seminarista de
los ojos negros.
Dora Elia.
8 de Septiembre 2016.
EE.UU.
Derechos reservados de
autor.
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